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domingo, 24 de mayo de 2009

La casa modelo

Ryan Atwood, una semana después de haber roto por primera vez su relación con Marissa Cooper, se acuesta con otra. Cuando tenía doce años y me llevaron al internado sabía que los valores a los que aferraba mi vida iban a enfrentarse a otros diferentes o, al menos, desconocidos. Soy de los que lloran con los dramas televisivos y eso me hace más fuerte. Las palizas en aquel colegio donde estuve lejos de casa durante cuatro años sirvieron para animarme a luchar y creer en mí mismo. Aprendí a tener un sentido de la realidad que me hacía ver lo que era correcto y lo que no, lo que estaba bien o mal, sin tan siquiera replanteármelo. Era algo así como un instinto, pero que en contra de los demás y de aquellos puñetazos, se hacía más fuerte y más grande. Por ello, la primera vez que voté en las elecciones nacionales no tuve elegir, sabía cuál era la mejor opción. Cuando perdí la virginidad, no me paré a pensar si había amor, tenía por seguro que lo que estaba haciendo era lo que quería hacer, y lo hice, y lo volvería a hacer.

A los dieciséis años, cuando volví a vivir de forma permanente en casa, mi mundo anterior no había cambiado nada, sin embargo, yo era otro. No tenía perro, pero si lo hubiera tenido, a mi vuelta, me habría ladrado de forma apabullante. Pero sí tenía abuela, y ella notó que la había echado de menos, que ahora la necesitaba. Su hija, mi madre, al ver cómo pasaba las tardes con la abuela en la salita, se dio por satisfecha y reconoció a todas sus amigas del café que haberme enviado a aquel internado había sido la mejor decisión que había tomado en su vida.

Dentro de unos días van a cumplirse cuatro años desde que salí de aquel internado. Me siento bien de seguir jugando en la misma ruleta que elegí en ese momento. Es una ruleta donde ganar es fácil, tiene muchos premios asequibles, aunque los mejores, el amor y la verdad, están en una ruleta mucho más cara y cuyo precio, con mi honestidad, no puedo pagar.


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