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martes, 16 de junio de 2009

Violé a mi hermano

‘Las tribulaciones de Arabella’ de Briony. Familia y amigos en aquel salón barroco. Todos esperaban algún fallo, un mínimo fracaso de aquellos niños que intentarían, la mayoría desganados, sacar adelante una obra de teatro que se alejaba de sus oportunidades dramatúrgicas, nulas. No se dio tal caso y a duras penas el ensayo terminó.

Sentados ya en la mesa del comedor. Se desató. La violencia con la que se destapaban los hechos estaba siendo atroz. Las manos de dos hombres, unidas debajo de la mesa, se apretaron fuerte. ‘Está embarazada’ gritó un primo. El padre enfurecido se levantó y fue hacia una de las mujeres con la intención de darle una buena sacudida. La madre ató cabos y reconoció ser la cornuda de la mesa. El par de hombres seguía acariciando sus manos, ahora apoyadas encima del mantel. Briony estaba de pie, agarró una de las copas llenas de vino y la estrelló contra la pared. Un par de amigas gritaban cual aristócratas, sin no ser más que un par de mendigas venidas a más por un brote de compasión de unos hombres adinerados e insatisfechos, los hombres tales que se daban la mano.

Ni la violación de aquel padre a su hija, a la que había dejado encinta. Ni los deseos irrefrenables de la madre por fustigar a su marido. Ni la envidia del primo que miraba con ardiente pasión a aquella muchacha desvirgada por el patriarca. Tampoco los falsos orgasmos ataviados de precipitación de las mendigas. Sólo el contacto tenue y puro de aquellos dos hombres era el máximo pecado a los ojos de Briony.

Si alguno de los niños, ahora sentados en una mesa auxiliar, hubiera fracasado en aquella obra, habría propiciado una larga conversación sobre la dejadez de la juventud, el poco entusiasmo por la cultura y la absorbente tiranía de los niños a la hora de poner el placer ante el deseo. Pero no, la inocencia y la inconsciencia estaban más allá de los planes de unos adultos que habían dejado de considerar el deseo y el placer como uno de los pilares básicos de este mundo.

Todavía hay hombres que se dan la mano y sienten el apetito de sostenerse la mirada.

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